La dureza de la crisis económica que estamos padeciendo, no solo golpea de manera inmisericorde nuestros bolsillos, sino que también nos afecta, de modo indiscutible física y emocionalmente. Nos habíamos acostumbrado a pensar, que la vida consiste en el crecimiento económico constante, a que nuestro piso valía tres mil euros más cada mes y claro el aterrizaje ha dañado el fuselaje.
Ya da igual que la crisis sea planetaria o específica, generada por los sistemas financieros de algunos países o que llamativamente, muchos que no sabían hacer la o con un canuto, hayan contribuido a inflar la burbuja inmobiliaria, vendiendo fincas a diestro y siniestro para lucrarse “en el pase”. Ahora toca decir cómo nos sentimos.
Pues bien, la incertidumbre invade nuestro sistema nervioso y nos pone en constante estado de alerta. No sabemos cuando esto acabará y si nuestro plan de vida se habrá alterado radicalmente. Esto nos impide relajarnos, interfiere en nuestra capacidad de trabajo, en nuestra manera de relacionarnos con los demás y de disfrutar de nuestro tiempo libre. Además debilita nuestras defensas y nos hace más vulnerables y proclives a las enfermedades.
Cuando atravesamos por una adversidad, siempre ayuda a sobrellevarla, el pensar que es un inconveniente pasajero. En la crisis no podemos asegurar el tiempo de duración del viaje, pues ciertamente que no se sabe lo hondo que es el agujero y no nos deja de abrumar, el sentir que somos víctimas de algo sobrevenido, inmerecido, injusto.
En fin, ya estamos ante una experiencia larga y penosa, que socava nuestra confianza, las relaciones humanas, la esperanza en que habrá solución. Ahora solo somos supervivientes con una tarea ineludible: superar el estancamiento, la recesión y adaptarnos a la nueva realidad que se está construyendo.
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